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Pasó el Rubicón con los genes del ’86 y del ’90
Por Daniel Arcucci | canchallena.com
BRASILIA.- El Vasco Goycochea, que hace 24 años se hizo eterno, cuenta que todavía hoy, cuando los hinchas lo cruzan por la calle, lo saludan al grito de «¡Gracias por aquel título, Goyco!», como si la Argentina se hubiera coronado en Italia ’90. Y no, no se coronó, pero hasta ayer ese Mundial marcaba para el seleccionado el récord que a ningún deportista le gusta ostentar: «la última vez que.».
Cuando a «la última vez que» se le empiezan a sumar años detrás no se agiganta el orgullo, sino el karma, que empiezan a arrastrar generaciones, una barrera que parece infranqueable y sólo parece levantarse para dejarle paso a más y más frustración.
«Tenemos la esperanza de cruzar el Rubicón», había dicho Alejandro Sabella 24 horas antes de partido que volvía a poner al seleccionado frente a esa muralla y, una vez parado frente a ella, le había dado el sentido que la palabra realmente tiene: «Tomar una decisión importante afrontando un riesgo». Eso hizo, justamente. No tomó una sino un par de decisiones importantes y el equipo cruzó la frontera maldita.
No tuvo la épica literaria, seguramente, de los penales atajados por Goycochea ante los yugoslavos ni tampoco, ciertamente, la épica histórica de los goles de Diego a los ingleses. Pero tiene la grandeza de haber roto el maleficio y le sobran peso histórico y puntos de contacto con aquellas historias como para no dejarlo apenas en un dato estadístico.
Ardía el estadio Artemio Franchi, de Florencia, en aquella tórrida tarde del 30 de junio de 1990, el día que nació la leyenda de los penales, que terminó siendo la de aquel Mundial, con título o sin él. Hubo un antes y un después, pero ese día de cuartos de final a mata o muere, resultó fundacional para un equipo caótico y rabioso, tan enojado con las críticas como con la pelota, al que le cabían más las angustiosas epopeyas que el buen juego que podrían haber producido, y ya no tenían manera de hacerlo, un Diego herido en el tobillo, en la uña y en el alma y un Caniggia al final ausente.
Ardía el estadio Azteca, en México DF, en aquel mediodía tórrido del 22 de junio de 1986, cuando Maradona metió «La Mano de Dios», primero, y «dejó en el camino a tanto inglés», después, para darle forma a uno de esos triunfos que ponen a cualquiera en el altar, y a él lo puso, y al equipo que lo logra en carrera hacia lo que sea, después de haber aprendido a llenar sus tanques con el combustible del cuestionamiento. Aquel día de octavos de final, y no antes, nació la formación que todo el mundo hoy recuerda y que Bilardo insiste en ubicar como el último cambio táctico revolucionario del fútbol.
Créase o no, por suerte están los libros, aquella fue la primera jornada en la que la Argentina jugó con un líbero, Brown; dos stoppers, Ruggeri y Cucciuffo; dos laterales volantes, Giusti y y Olarticoechea, tres mediocamistas con funciones bien determinadas, Enrique-Batista-Burruchaga; y dos delanteros, Valdano y un tal Maradona. No había jugado así antes, pero así quedó en la historia para siempre. Y aunque Diego levantó la Copa después del encuentro decisivo contra Alemania, es el día de hoy que dice «cuando le ganamos la final a los ingleses.».
A pesar de venir de un triunfo contra Uruguay, en los octavos, Bilardo hizo dos cambios, Olarticoechea y Enrique, por Garré y Pasculli. A pesar de venir de un triunfo contra Suiza, Sabella hizo dos cambios, además del obligado de Basanta por Rojo: Demichelis por Fede Fernández y Biglia por Gago. «Tomó una decisión importante afrontando un riesgo», para cruzar el rubicón, o simplemente apostó por aquello que lo convencía más. Sea cómo sea, hizo explícito en hechos lo que había quedado implícito en sus palabras de un días antes, cuando reconoció que el equipo ganaba, pero todavía no jugaba como ellos, como él, sentían que debía jugar.
Contra Bélgica, el seleccionado argentino fue un equipo tan comprometido contra la adversidad como el del ’86 y tan cínico y pragmático como el del ’90.
No tuvo, esta vez, al Messi goleador de siempre, pero sí tuvo, esta vez, al Messi rebelde capaz de ir a recuperar la pelota con la energía con la que un chico iría a reclamar el juguete que le quitaron. No tuvo, esta vez, al Pipa Higuaín impreciso y disperso del Mundial que ya fue, pero sí tuvo, esta vez, al Higuaín letal, capaz de definir el rumbo de un partido con una definición exquisita.
Y después durmió el partido. Durmió al rival. Lo despertaba cada tanto, como si le hiciera un chiste, con los baldazos de vértigo que le lanzaban, esporádicamente, Di María, mientras estuvo; Messi, por supuesto, y el propio Higuaín. Mascherano sólo tuvo que jugar de Mascherano, porque de lo otro se ocupó Biglia, y Garay fue más sólido al lado de Demichelis, que lo respaldó como sólo lo hace un Tata.
Podría haber terminado antes con los tibios belgas, de proponérselo, pero no parece estar en los genes de este equipo refundado, como sí lo estaba en el de los cuatro fantásticos. Este equipo es otro. Distinto. Nació ayer. Al pasar el karma, la barrera, la muralla, la frontera, la maldición de los cuartos de final. El Rubicón.